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PROHIBIDO PROHIBIR
El aula de quinto curso era
luminosa, gracias a los amplios ventanales que corrían a lo largo del muro, por
los que se asomaban con curiosidad las acacias y los chopos del patio. Talvez
quisieran diplomarse en magisterio o impartir algunas lecciones de botánica.
El aspecto de la clase resultaba alegre y calmoso. Lo único inquietante eran los alumnos. Si habían dejado de reír y alborotar no se debía a otro motivo que al miedo a perder la nariz de un picotazo o a la sorpresa frente a la enérgica autoridad del plumífero visitante.
Pero el panorama no parecía que intimidara a don Teófanes Ciruela que se mostraba sonriente y complacido.
—Supongo que sabréis disculpar al loro —dijo—. Aunque parezca algo bruto, os garantizo que es animal de buen corazón. Puedo aseguraros —añadió sin darle importancia— que no creo que haya arrancado más de tres o cuatro narices.
Los chavales se miraron de reojo. Víctor, que era bajito, pecoso y con pinta de cabecilla de ejército de contradicción, apuntó por lo bajo:
—Hay que cargarse al loro.
El maestro Ciruela no debió de enterarse del asunto, pues continuó:
—Bueno, ahora que nos conocemos, me gustaría que me explicaseis la causa de vuestras risas.
Nadie parecía dispuesto a dar tal explicación. El maestro miró a todos sin apartar su sonrisa y, en vista de ello, se dirigió a Lucas, el más alto y orondo de la clase.
—A ver, dímelo tú.
Lucas agachó su redonda cabeza, movió los mofletes y se encogió de hombros.
—No sé... , como los demás se reían.. .
— ¿Sólo eso? Di algo más, porque supongo que sabrás decir algo más, ¿no? Lucas, apenas capaz de contener la risa, se lanzó:
—El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará?, el desenladrillador...
La carcajada fue general, incluso se oyó la del loro, que vociferó:
—Vale, tío, me has convencido.Don Teófanes, cuya sonrisa parecía que se le había quedado pegada en la cara, insistió:
El aspecto de la clase resultaba alegre y calmoso. Lo único inquietante eran los alumnos. Si habían dejado de reír y alborotar no se debía a otro motivo que al miedo a perder la nariz de un picotazo o a la sorpresa frente a la enérgica autoridad del plumífero visitante.
Pero el panorama no parecía que intimidara a don Teófanes Ciruela que se mostraba sonriente y complacido.
—Supongo que sabréis disculpar al loro —dijo—. Aunque parezca algo bruto, os garantizo que es animal de buen corazón. Puedo aseguraros —añadió sin darle importancia— que no creo que haya arrancado más de tres o cuatro narices.
Los chavales se miraron de reojo. Víctor, que era bajito, pecoso y con pinta de cabecilla de ejército de contradicción, apuntó por lo bajo:
—Hay que cargarse al loro.
El maestro Ciruela no debió de enterarse del asunto, pues continuó:
—Bueno, ahora que nos conocemos, me gustaría que me explicaseis la causa de vuestras risas.
Nadie parecía dispuesto a dar tal explicación. El maestro miró a todos sin apartar su sonrisa y, en vista de ello, se dirigió a Lucas, el más alto y orondo de la clase.
—A ver, dímelo tú.
Lucas agachó su redonda cabeza, movió los mofletes y se encogió de hombros.
—No sé... , como los demás se reían.. .
— ¿Sólo eso? Di algo más, porque supongo que sabrás decir algo más, ¿no? Lucas, apenas capaz de contener la risa, se lanzó:
—El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará?, el desenladrillador...
La carcajada fue general, incluso se oyó la del loro, que vociferó:
—Vale, tío, me has convencido.Don Teófanes, cuya sonrisa parecía que se le había quedado pegada en la cara, insistió:
—¿Ninguno de vosotros quiere dar una explicación?Daba la impresión de que nadie iba
a hacerlo, cuando Oscar alzó su cara de avellana rancia y habló:
—Ha sido por su. . . pinta. Que conste que me ha parecido una falta de respeto
y de consideración, don Teófanes.El maestro pegó un brinco y se
puso en jarras.
—¿Qué pinta, acaso tengo yo mala pinta? Es lo más inaudito que he oído en mi
larga vida de maestro.Entre los alumnos cundió el temor
a que el maestro montase en cólera. Veían que el curso no iba a tener un
comienzo feliz ni prometedor. Tal vez por ello» Yolanda, una niña de larga
melena rubia y con aspecto de decidida, medió:
—Oscar se refiere a que siempre hemos tenido maestros jóvenes, y como usted es
más. . . más... mayor...
Los ojos de don Teófanes se dirigieron hacia la niña y comenzaron a girar dentro de sus órbitas .como remolinos imparables. Parecía un avión bimotor a punto de despegar. Los niños sintieron deseos de reír, pero ninguno se atrevía a mover un músculo, igual que el maestro, que estaba rígido, estático, a excepción de sus alocados ojos. Y así estuvo hasta que dijo:
—¡Mayor, mayor! ¿Es que un maestro siempre ha de ser joven? Lo importante es la edad de aquí —y se señaló lacabeza—, la juventud del coco. Pero si os preocupa también la física, os demostraré que estoy tan ágil como el que más.De un salto increíble, como impulsado por ocultos resortes, se subió en la mesa y de ella voló hasta lo alto del armario. Quedó agazapado sobre él porque el techo no le permitía enderezarse. Desde allí, preguntó:
Los ojos de don Teófanes se dirigieron hacia la niña y comenzaron a girar dentro de sus órbitas .como remolinos imparables. Parecía un avión bimotor a punto de despegar. Los niños sintieron deseos de reír, pero ninguno se atrevía a mover un músculo, igual que el maestro, que estaba rígido, estático, a excepción de sus alocados ojos. Y así estuvo hasta que dijo:
—¡Mayor, mayor! ¿Es que un maestro siempre ha de ser joven? Lo importante es la edad de aquí —y se señaló lacabeza—, la juventud del coco. Pero si os preocupa también la física, os demostraré que estoy tan ágil como el que más.De un salto increíble, como impulsado por ocultos resortes, se subió en la mesa y de ella voló hasta lo alto del armario. Quedó agazapado sobre él porque el techo no le permitía enderezarse. Desde allí, preguntó:
— ¿Qué os ha parecido?
Los niños, cogidos por sorpresa, no se atrevían a responder. Entonces, el maestro Ciruela, de un limpio salto, bajó del armario y se dirigió nuevamente a ellos:
—Y esto no es nada. Seguro que os gano a correr. ¿Quién de vosotros es el más rápido?
Todas las miradas convergieron en Luís, un chaval moreno y flaco al que llamaban "ciempiés", porque era todo patas, y que siempre ganaba las carreras en las pruebas de atletismo.
Víctor pensó que el maestro trataba de ganárselos con sus habilidades, por lo que intervino de nuevo en voz baja:
—Quiere quedarse con nosotros. Tenemos que darle una lección.
Los niños que se encontraban en su proximidad asintieron. Pero en esta ocasión don Teófanes se percató de la maniobra.
— ¿Qué estás cuchicheando? —preguntó.
—Nada —respondió Víctor—, sólo decía que no hay quien gane a Luis.
— ¡Ah!, ¿no? Ya se verá. Echaremos una carrera durante el recreo.
Víctor se estrujó la mollera y, rápidamente, apuntó una solución conflictiva para don Teófanes:
— ¿Y por qué no se hace ahora en el pasillo?
Creyó que iba a intimidar al maestro Ciruela, pero se equivocó.
— ¿Y por qué no? Vamos al pasillo. La prueba consistirá en ir hasta el final y volver.
Todos se apiñaron en el extremo del corredor. Más que una prueba, aquella carrera constituía para ellos una aventura por lo que de infracción de las normas tenía. Sus rostros reflejaban la misma exaltación que cuando se aprestaban para una travesura peligrosa. Sólo que en este caso era el maestro quien se la podría cargar.
Don Teófanes colgó la jaula del loro en la manigueta de la puerta para que no se perdiera el espectáculo. Luego con una tiza, trazó una raya en el suelo para señalar la línea de salida y, a la vez, de llegada.
Los dos corredores se situaron en posición de carrera ante la línea. Sólo faltaba por determinar decepción y sorpresa. Aunque mayor fue la de los maestros de los otros cursos, que se asomaron, alarmados por aquel guirigay, a la puerta de sus aulas.
— ¿Qué ocurre aquí? —preguntó vociferando doña Porfiria, la encargada de sexto, que era mujer flaca pero enérgica—. ¿Y quién es usted?
—Soy el nuevo maestro de quinto.
— ¡Ah, por fin ha llegado! Bien, ¿no sabe que no se puede correr por los pasillos? Está prohibido.
— ¡Prohibido! ¡Prohibido! —gritaron a coro los demás maestros.
Víctor se frotó las manos y cuchicheó a sus compañeros:
— ¡Ya se la ha cargado!
Pero se quedaron atónitos con la respuesta de don Teófanes:
— ¡Prohibido! ¡Prohibido correr por los pasillos, prohibido pisar el césped, prohibido hacer pisdetrás de los árboles, prohibido hurgarse en la nariz. . ;! ¿Qué no está
Los niños, cogidos por sorpresa, no se atrevían a responder. Entonces, el maestro Ciruela, de un limpio salto, bajó del armario y se dirigió nuevamente a ellos:
—Y esto no es nada. Seguro que os gano a correr. ¿Quién de vosotros es el más rápido?
Todas las miradas convergieron en Luís, un chaval moreno y flaco al que llamaban "ciempiés", porque era todo patas, y que siempre ganaba las carreras en las pruebas de atletismo.
Víctor pensó que el maestro trataba de ganárselos con sus habilidades, por lo que intervino de nuevo en voz baja:
—Quiere quedarse con nosotros. Tenemos que darle una lección.
Los niños que se encontraban en su proximidad asintieron. Pero en esta ocasión don Teófanes se percató de la maniobra.
— ¿Qué estás cuchicheando? —preguntó.
—Nada —respondió Víctor—, sólo decía que no hay quien gane a Luis.
— ¡Ah!, ¿no? Ya se verá. Echaremos una carrera durante el recreo.
Víctor se estrujó la mollera y, rápidamente, apuntó una solución conflictiva para don Teófanes:
— ¿Y por qué no se hace ahora en el pasillo?
Creyó que iba a intimidar al maestro Ciruela, pero se equivocó.
— ¿Y por qué no? Vamos al pasillo. La prueba consistirá en ir hasta el final y volver.
Todos se apiñaron en el extremo del corredor. Más que una prueba, aquella carrera constituía para ellos una aventura por lo que de infracción de las normas tenía. Sus rostros reflejaban la misma exaltación que cuando se aprestaban para una travesura peligrosa. Sólo que en este caso era el maestro quien se la podría cargar.
Don Teófanes colgó la jaula del loro en la manigueta de la puerta para que no se perdiera el espectáculo. Luego con una tiza, trazó una raya en el suelo para señalar la línea de salida y, a la vez, de llegada.
Los dos corredores se situaron en posición de carrera ante la línea. Sólo faltaba por determinar decepción y sorpresa. Aunque mayor fue la de los maestros de los otros cursos, que se asomaron, alarmados por aquel guirigay, a la puerta de sus aulas.
— ¿Qué ocurre aquí? —preguntó vociferando doña Porfiria, la encargada de sexto, que era mujer flaca pero enérgica—. ¿Y quién es usted?
—Soy el nuevo maestro de quinto.
— ¡Ah, por fin ha llegado! Bien, ¿no sabe que no se puede correr por los pasillos? Está prohibido.
— ¡Prohibido! ¡Prohibido! —gritaron a coro los demás maestros.
Víctor se frotó las manos y cuchicheó a sus compañeros:
— ¡Ya se la ha cargado!
Pero se quedaron atónitos con la respuesta de don Teófanes:
— ¡Prohibido! ¡Prohibido correr por los pasillos, prohibido pisar el césped, prohibido hacer pisdetrás de los árboles, prohibido hurgarse en la nariz. . ;! ¿Qué no está
prohibido? —respiró profundamente
y añadió—. Niños, a clase.Pero cuando él iba a entrar» se
volvió hacia los maestros y sentenció:
— ¡Prohibido prohibir!
Los chavales ocuparon sus
asientos, llenos de asombro por la salida extraña de su profesor, que pronto
dejó clara su filosofía:
—Como comprenderéis, yo no estoy
contra la disciplina ni el orden, pero pienso que no deben conseguirse
mostrando lo que es correcto o incorrecto y cuándo una actitud puede ser
apropiada o inconveniente. Es cuestión de enseñanza, de educación, pero no de
prohibiciones.
A los niños les pareció
interesante aquel razonamiento, y se sintieron relajados, quizá llenos de
confianza.
Don Teófanes adoptó un aire de seriedad y dijo:—Bien, ya nos hemos divertido
bastante. Acaba de comenzar el curso y ahora debemos emprender nuestra tarea. Tal
vez mi método de enseñanza
os parezca extraño, pero no sé otro que el que seguiremos durante el curso. Yo,
qué queréis, detesto los métodos aburridos, memorísticos y repetitivos.Los niños ignoraban qué pretendía
don Teófanes con su discurso. Se miraban sorprendidos, con el convencimiento
general de que el nuevo maestro estaba un poco loco y de que aquella sería otra
de sus extravagancias.
—Por eso —continuó—, durante el curso prestaremos especial atención a la
lectura, a la música, al teatro y al juego. Ellos nos ayudarán a que entendamos
y aprendamos mejor el resto de lasmaterias. ¿Alguna pregunta?
Lucas levantó la mano y arrugó sus mofletes, dibujando una sonrisa beatifica.
— ¿Quiere decir que no tendremos que estudiar ni aprender cosas de memoria?
Don Teófanes lo miró con los ojos encogidos como pasas. Y antes de contestar, se empinó sobre la punta de sus zapatos, con lo que resaltó más, si cabe, la originalidad de sus calcetines.
— ¿Tú crees que soy un maestro o un tonto? Claro que habrá que estudiar, pero con mi método.
Sobre la memoria —prosiguió—, creo que hay que ejercitarla, si no es una facultad que se atrofia. Pero hay que compaginarla con el interés. Por ejemplo, ¿quiénes sabéis de memoria todos, y digo todos, los afluentes del río Duero? Levantad la mano.
Ni una sola mano se alzó, y más, después de un largo y olvidadizo verano.
—En cambio, ¿quiénes sabéis la alineación del Cachalote Club de Fútbol?
La clase se convirtió en un bosque de brazos oscilantes, agitados por el fuerte viento del "yo lo sé".
—Lo sabéis porque habéis prestado vuestra atención, vuestro interés.
Don Teófanes miró a sus alumnos con aire de complacencia, se acarició el largo cabello y dijo:
— ¿Alguna otra pregunta?
Esta vez intervino Hugo, el más pequeño de la clase, con su cara de ingenuidad y de quien va a contar un chiste.
— ¿Podremos jugar con el loro?
—Eso depende de él y de vosotros. Es cuestión de mutuo entendimiento y confianza. Y bien, voy a escribiros en la pizarra la lista de libros que leeremosdurante el curso.
Don Teófanes escribía en el tablero de espaldas a sus alumnos, con una letra redonda y dinámica, como si tuviera vida. A las tes, más que palitos parecía que les colocara alas; y a las emes y enes, pies.
Entretanto, César, que era de natural travieso y alborotador, el más picapleitos de la clase, extrajo un pañuelo, que debió de ser blanco alguna vez y que ahora se veía más bien parduzco, y se lo llevó a la nariz, a la vez que se introducía el dedo índice en la boca, como si lo mordiera, oculto por el pañuelo. Hizo un pícaro guiño a sus compañeros y sopló sobre su mano con todas sus fuerzas, con lo que logró un ruido potente y ronco, igual que si fuera un elefante el que se sonara la nariz. Los niños rompieron a reír y don Teófanes se dio la vuelta y miró con extrañeza a César, que se excusó:
—Es que estoy resfriado.. .
—Yo también —aseguró el maestro—, sigue sonándote.
Y el maestro Ciruela sacó un pañuelo e hizo lo mismo que César, sólo que con mayor potencia... El ruido de ambos parecía un concierto de trombones, por lo que, poco a poco, fueron modulando sus sonidos y terminaron por interpretar un conocido rock-ánd-roll. El resto de la clase se animó y, una vez fuera los pañuelos, se unió al concierto.
Cuando la música de viento era más estrepitosa, se abrió la puerta y apareció la señora Tomasa, quien, después de llamar con los nudillos, según su costumbre, preguntó llena de sorpresa:
— ¿Qué es esto, un catarro colectivo?
—No —contestódon Teófanes—, es rock, pero usted de esto no entiende, señora.
— ¿Que yo no entiendo? —se picó—, usted sabe que el rock-and-roll ya estuvo de moda hace años, pero lo que ignora es que yo era quien mejor lo bailaba en el barrio. Una vez gané una copa.
— ¿De plata?
—No, de anís.
El maestro, dispuesto a picar aún más su amor propio, añadió:
—No puedo creerlo.
— ¿Quiere que se lo demuestre?
—Sí, sí —gritaron los niños.
—Lo haré si usted me acompaña.
—Está bien. Niños, tocad.
El concierto se reanudó y la señora Tomasa y el maestro Ciruela se pusieron a bailar con la misma agilidad que si tuvieran veinte años. Don Teófanes la volteaba y la hacía girar como una peonza. Sus números acrobáticos entusiasmaban a los improvisados músicos, cuando se abrió de nuevo la puerta y apareció el director, acompañado de los maestros de las aulas vecinas, que habían ido en su busca tras el incidente de la carrera.
— ¡Don Teófanes, señora Tomasa! -vociferó don Onofre.
Los niños interrumpieron su interpretación músicobucal. La señora Tomasa se puso tan roja como un semáforo en prohibido. Don Teófanes, por el contrario, sonrió y se acercó a los recién llegados.
— ¿También ustedes quieren bailar el rock? —preguntó.
— ¡Está loco! —chilló doña Porfiria. El director por toda respuesta, dijo:
—Niños, al recreo. Y usted, don Teófanes, acompáñeme a mi despacho.
De lo que en dirección se trató y dijo, sólo don Onofre y don Teófanes podrían dar fe. Sihubo reprimenda, sabios argumentos o gruesas palabras, es un secreto que guardarán celosamente las paredes gastadas del despacho.
No obstante, el asunto motivó variados comentarios y suposiciones, tanto entre alumnos como entre profesores. En especial, cuando se supo que el director y doña Porfiria habían pasado la tarde del siguiente domingo bailando rock en la discoteca.
Lo que, bien mirado, resultó confortante y aleccionador.
Lucas levantó la mano y arrugó sus mofletes, dibujando una sonrisa beatifica.
— ¿Quiere decir que no tendremos que estudiar ni aprender cosas de memoria?
Don Teófanes lo miró con los ojos encogidos como pasas. Y antes de contestar, se empinó sobre la punta de sus zapatos, con lo que resaltó más, si cabe, la originalidad de sus calcetines.
— ¿Tú crees que soy un maestro o un tonto? Claro que habrá que estudiar, pero con mi método.
Sobre la memoria —prosiguió—, creo que hay que ejercitarla, si no es una facultad que se atrofia. Pero hay que compaginarla con el interés. Por ejemplo, ¿quiénes sabéis de memoria todos, y digo todos, los afluentes del río Duero? Levantad la mano.
Ni una sola mano se alzó, y más, después de un largo y olvidadizo verano.
—En cambio, ¿quiénes sabéis la alineación del Cachalote Club de Fútbol?
La clase se convirtió en un bosque de brazos oscilantes, agitados por el fuerte viento del "yo lo sé".
—Lo sabéis porque habéis prestado vuestra atención, vuestro interés.
Don Teófanes miró a sus alumnos con aire de complacencia, se acarició el largo cabello y dijo:
— ¿Alguna otra pregunta?
Esta vez intervino Hugo, el más pequeño de la clase, con su cara de ingenuidad y de quien va a contar un chiste.
— ¿Podremos jugar con el loro?
—Eso depende de él y de vosotros. Es cuestión de mutuo entendimiento y confianza. Y bien, voy a escribiros en la pizarra la lista de libros que leeremosdurante el curso.
Don Teófanes escribía en el tablero de espaldas a sus alumnos, con una letra redonda y dinámica, como si tuviera vida. A las tes, más que palitos parecía que les colocara alas; y a las emes y enes, pies.
Entretanto, César, que era de natural travieso y alborotador, el más picapleitos de la clase, extrajo un pañuelo, que debió de ser blanco alguna vez y que ahora se veía más bien parduzco, y se lo llevó a la nariz, a la vez que se introducía el dedo índice en la boca, como si lo mordiera, oculto por el pañuelo. Hizo un pícaro guiño a sus compañeros y sopló sobre su mano con todas sus fuerzas, con lo que logró un ruido potente y ronco, igual que si fuera un elefante el que se sonara la nariz. Los niños rompieron a reír y don Teófanes se dio la vuelta y miró con extrañeza a César, que se excusó:
—Es que estoy resfriado.. .
—Yo también —aseguró el maestro—, sigue sonándote.
Y el maestro Ciruela sacó un pañuelo e hizo lo mismo que César, sólo que con mayor potencia... El ruido de ambos parecía un concierto de trombones, por lo que, poco a poco, fueron modulando sus sonidos y terminaron por interpretar un conocido rock-ánd-roll. El resto de la clase se animó y, una vez fuera los pañuelos, se unió al concierto.
Cuando la música de viento era más estrepitosa, se abrió la puerta y apareció la señora Tomasa, quien, después de llamar con los nudillos, según su costumbre, preguntó llena de sorpresa:
— ¿Qué es esto, un catarro colectivo?
—No —contestódon Teófanes—, es rock, pero usted de esto no entiende, señora.
— ¿Que yo no entiendo? —se picó—, usted sabe que el rock-and-roll ya estuvo de moda hace años, pero lo que ignora es que yo era quien mejor lo bailaba en el barrio. Una vez gané una copa.
— ¿De plata?
—No, de anís.
El maestro, dispuesto a picar aún más su amor propio, añadió:
—No puedo creerlo.
— ¿Quiere que se lo demuestre?
—Sí, sí —gritaron los niños.
—Lo haré si usted me acompaña.
—Está bien. Niños, tocad.
El concierto se reanudó y la señora Tomasa y el maestro Ciruela se pusieron a bailar con la misma agilidad que si tuvieran veinte años. Don Teófanes la volteaba y la hacía girar como una peonza. Sus números acrobáticos entusiasmaban a los improvisados músicos, cuando se abrió de nuevo la puerta y apareció el director, acompañado de los maestros de las aulas vecinas, que habían ido en su busca tras el incidente de la carrera.
— ¡Don Teófanes, señora Tomasa! -vociferó don Onofre.
Los niños interrumpieron su interpretación músicobucal. La señora Tomasa se puso tan roja como un semáforo en prohibido. Don Teófanes, por el contrario, sonrió y se acercó a los recién llegados.
— ¿También ustedes quieren bailar el rock? —preguntó.
— ¡Está loco! —chilló doña Porfiria. El director por toda respuesta, dijo:
—Niños, al recreo. Y usted, don Teófanes, acompáñeme a mi despacho.
De lo que en dirección se trató y dijo, sólo don Onofre y don Teófanes podrían dar fe. Sihubo reprimenda, sabios argumentos o gruesas palabras, es un secreto que guardarán celosamente las paredes gastadas del despacho.
No obstante, el asunto motivó variados comentarios y suposiciones, tanto entre alumnos como entre profesores. En especial, cuando se supo que el director y doña Porfiria habían pasado la tarde del siguiente domingo bailando rock en la discoteca.
Lo que, bien mirado, resultó confortante y aleccionador.
ALGO SONADO
Hablan transcurrido las primeras semanas del curso. El maestro Ciruela, con sus juegos y extravagancias, había logrado enseñar a sus alumnos lo suficiente como para que se sintiera orgulloso de su tarea. Ya sabían no sólo los afluentes del Duero, sino los del Tajo, del Ebro e incluso los del Guadalquivir.
Hablan transcurrido las primeras semanas del curso. El maestro Ciruela, con sus juegos y extravagancias, había logrado enseñar a sus alumnos lo suficiente como para que se sintiera orgulloso de su tarea. Ya sabían no sólo los afluentes del Duero, sino los del Tajo, del Ebro e incluso los del Guadalquivir.
También el loro, para no ser menos, los recitaba de carrerilla. Para él, el más
difícil era el Pisuerga, que cuando lo pronunciaba, ponía voz de moto:
—Pisuerrr....ga.Hasta Nati, que siempre estaba más despistada que una mosca en un avión, había aprendido los ríos y sus afluentes. Don Teófanes acostumbraba a preguntarle:
—Pisuerrr....ga.Hasta Nati, que siempre estaba más despistada que una mosca en un avión, había aprendido los ríos y sus afluentes. Don Teófanes acostumbraba a preguntarle:
—Pero Nati, ¿en qué estás pensando?
—En nada, don Teófanes.
Y nunca faltaba alguna voz que apuntara:
—Es que está enamorada...
La niña se ponía encamada, más de rabia que de vergüenza, y sacaba la lengua a sus compañeros, que gozaban provocando su enojo.
Don Teófanes, días atrás, había llevado a su clase de excursión al campo. Ello supuso, aparte la lógica diversión, la aventuradel loro, que trepó a la copa de un pino y no había manera de que bajara. Tuvo que subir el maestro Ciruela en su busca. Los niños se lo pasaron regio viéndolos saltar de rama en rama mientras el loro repetía:
“¡Pisuerrr... ga. Pisuerrr... ga!".No menos espectacular fue lo que sucedió a César, que se deslizó por unas rocas, como si fuesen un tobogán, y terminó sentado sobre un cactus. Dio un grito sólo comparable al de Tarzán, lo que hizo que todos los niños, por si las moscas, acudieran.
—En nada, don Teófanes.
Y nunca faltaba alguna voz que apuntara:
—Es que está enamorada...
La niña se ponía encamada, más de rabia que de vergüenza, y sacaba la lengua a sus compañeros, que gozaban provocando su enojo.
Don Teófanes, días atrás, había llevado a su clase de excursión al campo. Ello supuso, aparte la lógica diversión, la aventuradel loro, que trepó a la copa de un pino y no había manera de que bajara. Tuvo que subir el maestro Ciruela en su busca. Los niños se lo pasaron regio viéndolos saltar de rama en rama mientras el loro repetía:
“¡Pisuerrr... ga. Pisuerrr... ga!".No menos espectacular fue lo que sucedió a César, que se deslizó por unas rocas, como si fuesen un tobogán, y terminó sentado sobre un cactus. Dio un grito sólo comparable al de Tarzán, lo que hizo que todos los niños, por si las moscas, acudieran.
Don Teófanes dijo que había que quitarle las púas. César, aunque lo estaba
deseando, se resistió, y puso como condición que sus compañeros no estuviesen a
menos de trescientos metros.
—Quien quiera ver un culo, que lo vea en televisión.
Precisamente, fue en esa excursión en la que un grupo de alumnos se reunieron a la sombra de un alcornoque.
—Yo creo que el maestro Ciruela es un poco raro —comentó Víctor, que parecía llevar la voz cantante.
— ¿En qué lo has notado? —preguntó Marga con sorna.
—Quiero decir que no es como los demás, tiene más aguante.
—Vamos, que le va la marcha —puntualizó Lucas, entre mordisco y mordisco a su kilométrico bocadillo.
Marcos, al que apodaban "hacienda" y que siempre estaba intentando sacar algo a los demás, miró a Lucas con cara de amigo íntimo y le dijo:
—Tío, pásame el bocadillo.
—No puede ser, tengo una enfermedad contagiosa —mintió Lucas.
— ¡Jo... . ! —insistió Marcos.
—Que no atendría que repartir a todos.Víctor puso cara de impaciencia.
—Dejaos de rollos con el bocata. Vamos a lo nuestro.
— ¿Y qué es lo nuestro? -preguntó Nati, que estaba en las nubes.
Víctor la miró con aire de suficiencia y continuó:
—Digo yo que podríamos prepararle algo sonado.
— ¿Y si se enfada? —objetó Hugo. A Yolanda se le iluminó la mirada.
— ¡Qué se va a enfadar! Un tipo tan curioso y divertido bien merece que le gastemos una broma.
— ¿Qué podríamos hacerle? —interrogó alguien.
Se hizo el silencio. Todas las pequeñas cabezas trabajaron aceleradamente en busca de una respuesta convincente.
César, que aún no se había clavado el cactus, se frotó las manos, y fue el primero que contestó.
— ¡Ya está!, le untamos cola de contacto en el sillón.
— ¡Hala! —gritaron a coro sus compañeros.
Mari Luz, conocida por "bombilla", que siempre tenía ideas geniales y luminosas, para mayor honor y gloria de su nombre y apodo, apuntó:
—Quien quiera ver un culo, que lo vea en televisión.
Precisamente, fue en esa excursión en la que un grupo de alumnos se reunieron a la sombra de un alcornoque.
—Yo creo que el maestro Ciruela es un poco raro —comentó Víctor, que parecía llevar la voz cantante.
— ¿En qué lo has notado? —preguntó Marga con sorna.
—Quiero decir que no es como los demás, tiene más aguante.
—Vamos, que le va la marcha —puntualizó Lucas, entre mordisco y mordisco a su kilométrico bocadillo.
Marcos, al que apodaban "hacienda" y que siempre estaba intentando sacar algo a los demás, miró a Lucas con cara de amigo íntimo y le dijo:
—Tío, pásame el bocadillo.
—No puede ser, tengo una enfermedad contagiosa —mintió Lucas.
— ¡Jo... . ! —insistió Marcos.
—Que no atendría que repartir a todos.Víctor puso cara de impaciencia.
—Dejaos de rollos con el bocata. Vamos a lo nuestro.
— ¿Y qué es lo nuestro? -preguntó Nati, que estaba en las nubes.
Víctor la miró con aire de suficiencia y continuó:
—Digo yo que podríamos prepararle algo sonado.
— ¿Y si se enfada? —objetó Hugo. A Yolanda se le iluminó la mirada.
— ¡Qué se va a enfadar! Un tipo tan curioso y divertido bien merece que le gastemos una broma.
— ¿Qué podríamos hacerle? —interrogó alguien.
Se hizo el silencio. Todas las pequeñas cabezas trabajaron aceleradamente en busca de una respuesta convincente.
César, que aún no se había clavado el cactus, se frotó las manos, y fue el primero que contestó.
— ¡Ya está!, le untamos cola de contacto en el sillón.
— ¡Hala! —gritaron a coro sus compañeros.
Mari Luz, conocida por "bombilla", que siempre tenía ideas geniales y luminosas, para mayor honor y gloria de su nombre y apodo, apuntó:
—Podríamos aserrarle una de las patas del sillón. Bueno, lo suficiente para que
se rompiera al sentarse.
La idea no cuajó, pero dio pie, eso sí, a que se pusiera en marcha la imaginación.
— ¿Por qué no tiramos una bomba fétida en clase?
—Le clavamos el cajón de la mesa.
—Tiramos un petardo cuando esté escribiendo en la pizarra.
—Le regalamos un libro con las hojas en blanco.
—Le metemos ratones en el cajón de su mesa
—apuntó uno.
La idea parece que prendió en todos.
—Eso, ratones —dijeron a coro.
Víctor se adelantó al centro del grupo y le pasó revista con la mirada. Parecía un maestro, pero mucho mas serio que don Teófanes.
— ¡Ratones, ratones! ¿De dónde sacamos ratones? —dijo al fin.
—Yo sé de una tienda de animales...
—Esos son blancos, y los blancos no dan asco.
—Pues los teñimos -propuso Mari Luz.
Lucas se puso en pie y levantó sus mofletes hasta que formaron una vanidosa sonrisa.
—En la carbonera de mi casa hay cuantos queráis. Son como gatos —aseguró.
—Si fueran como gatos se devorarían entre sí
—contestó Hugo, con la expresión de quien ha hecho un chiste.
Víctor miró ahora a Lucas con aprobación.
—Tú te encargarás de cazarlos.
—Pero hace falta una ratonera —puntualizó Lucas—, y yo no tengo.
— ¡Jolín! —respondió Víctor—, pues se compra.Y de este modo tan simple surgió lo que iba a constituir la diabólica broma para el maestro Ciruela. Rápidamente corrió la voz entre los restantes miembros de la clase. A Oscar fue al único que nada se dijo por miedo a que no aceptara.
La idea no cuajó, pero dio pie, eso sí, a que se pusiera en marcha la imaginación.
— ¿Por qué no tiramos una bomba fétida en clase?
—Le clavamos el cajón de la mesa.
—Tiramos un petardo cuando esté escribiendo en la pizarra.
—Le regalamos un libro con las hojas en blanco.
—Le metemos ratones en el cajón de su mesa
—apuntó uno.
La idea parece que prendió en todos.
—Eso, ratones —dijeron a coro.
Víctor se adelantó al centro del grupo y le pasó revista con la mirada. Parecía un maestro, pero mucho mas serio que don Teófanes.
— ¡Ratones, ratones! ¿De dónde sacamos ratones? —dijo al fin.
—Yo sé de una tienda de animales...
—Esos son blancos, y los blancos no dan asco.
—Pues los teñimos -propuso Mari Luz.
Lucas se puso en pie y levantó sus mofletes hasta que formaron una vanidosa sonrisa.
—En la carbonera de mi casa hay cuantos queráis. Son como gatos —aseguró.
—Si fueran como gatos se devorarían entre sí
—contestó Hugo, con la expresión de quien ha hecho un chiste.
Víctor miró ahora a Lucas con aprobación.
—Tú te encargarás de cazarlos.
—Pero hace falta una ratonera —puntualizó Lucas—, y yo no tengo.
— ¡Jolín! —respondió Víctor—, pues se compra.Y de este modo tan simple surgió lo que iba a constituir la diabólica broma para el maestro Ciruela. Rápidamente corrió la voz entre los restantes miembros de la clase. A Oscar fue al único que nada se dijo por miedo a que no aceptara.
Por fin llegó el momento esperado
de gastar la broma a don Teófanes. Lucas apareció aquella mañana con los
ratones metidos en una bolsa de grueso papel. Todos se
regocijaron al verlo. "Debe
de traer un montón", pensaron, a juzgar por el tamaño de la bolsa. Y era
cierto, porque, día a día, los había ido cazando y guardando en una jaula, en
la que los alimentaba con pan y queso.Oscar observó el interés de sus
compañeros por el contenido de aquel paquete, y preguntó a Lucas:
— ¿Qué llevas ahí?
—Nada, unos. . .bocadillos. Además, ¡qué te importa!
—Bueno. . . , chaval —respondió Osear con un mohín de despecho, que, en el fondo, escondía su dolor por la mala contestación.
— ¿Por qué no nos quedamos con algunos y se los echamos a las chicas por el escote? —musitó Cesar a Víctor,
—Pero qué bestia eres.Los encargados de meter los ratones en el cajón serían Lucas, César y Víctor durante la hora de recreo. Cuando ésta llegó, se despistaron fingiendo que iban al servicio. Consiguieron llegar a la clase sin ser vistos. César quedó de guardia en la puerta.
—Nada, unos. . .bocadillos. Además, ¡qué te importa!
—Bueno. . . , chaval —respondió Osear con un mohín de despecho, que, en el fondo, escondía su dolor por la mala contestación.
— ¿Por qué no nos quedamos con algunos y se los echamos a las chicas por el escote? —musitó Cesar a Víctor,
—Pero qué bestia eres.Los encargados de meter los ratones en el cajón serían Lucas, César y Víctor durante la hora de recreo. Cuando ésta llegó, se despistaron fingiendo que iban al servicio. Consiguieron llegar a la clase sin ser vistos. César quedó de guardia en la puerta.
— ¿Y ahora cómo los metemos en el cajón? Se nos van a escapar.
—Déjenlos en la bolsa —sugirió Víctor—, pero medio abierta, ellos se encargarán de salir solos.
Así lo hizo Lucas, y cerró con fuerza y rapidez el cajón. Cuando volvieron al patio, nadie había advertido su ausencia.Se reanudó la clase y se cruzaron guiños de complicidad. Oscar estaba un poco mosca porque, no sabía de qué iba la guerra y temía que le hubieran preparado alguna trastada.
—Déjenlos en la bolsa —sugirió Víctor—, pero medio abierta, ellos se encargarán de salir solos.
Así lo hizo Lucas, y cerró con fuerza y rapidez el cajón. Cuando volvieron al patio, nadie había advertido su ausencia.Se reanudó la clase y se cruzaron guiños de complicidad. Oscar estaba un poco mosca porque, no sabía de qué iba la guerra y temía que le hubieran preparado alguna trastada.
• El loro también se encontraba
inquieto. Parecía Como si barruntase algo. Abrió las alas y vociferó:
— ¡Aquí" se cuece algo, aquí se cuece algo!Don Teófanes le pasó la mano por
las plumas y trató de tranquilizarlo.
—Calla, "Pajarito" —que, además de serlo, era el nombre con que el
maestro lo había bautizado.Luego, se encaminó a su mesa y
anunció:
—Había pensado leeros otro capítulo de "Platero y yo", pero si lo
preferís, podemos escenificar un poema.
— ¡Platero, Platero! —gritaron los alumnos, a pesar de que la escenificación de poemas era un "invento " que les había encantado.
Pero es que el libro de Juan Ramón Jiménez se encontraba en el CAJÓN.
—De acuerdo, de acuerdo, sea por voluntad popular —aceptó de buen grado don Teófanes.Acercó la mano al cajón y tiró con suavidad de él pero lo cerró rápidamente, como si hubiese descubierto algo explosivo en su interior. Después, frunció el ceño y se aproximó al borde del estrado. Los niños se quedaron más cortados que una ración de chorizo, olfateando la tempestad que amenazaba estallar de un momento a otro. El maestro miró uno a uno con parsimonia y sin acritud.
— ¡Platero, Platero! —gritaron los alumnos, a pesar de que la escenificación de poemas era un "invento " que les había encantado.
Pero es que el libro de Juan Ramón Jiménez se encontraba en el CAJÓN.
—De acuerdo, de acuerdo, sea por voluntad popular —aceptó de buen grado don Teófanes.Acercó la mano al cajón y tiró con suavidad de él pero lo cerró rápidamente, como si hubiese descubierto algo explosivo en su interior. Después, frunció el ceño y se aproximó al borde del estrado. Los niños se quedaron más cortados que una ración de chorizo, olfateando la tempestad que amenazaba estallar de un momento a otro. El maestro miró uno a uno con parsimonia y sin acritud.
— ¿Quién ha sido? —dijo al fin.
Sus alumnos se interrogaron con la mirada;
una mirada que terminó siendo de complicidad.
—Ha sido Oscar —dijo alguien.
— ¡Oscar! —añadió la mayoría.El acusado iba a protestar, pero don Teófanes le interrumpió.
Sus alumnos se interrogaron con la mirada;
una mirada que terminó siendo de complicidad.
—Ha sido Oscar —dijo alguien.
— ¡Oscar! —añadió la mayoría.El acusado iba a protestar, pero don Teófanes le interrumpió.
—Oscar, agradezco tu detalle, siempre resulta grato contemplar tanto animalito
reunido. Pero es un placer que no quiero sólo para mí, sino que deseo compartir
con todos vosotros.
Dicho esto, regresó a su mesa y se dispuso a abrir el cajón.
Dicho esto, regresó a su mesa y se dispuso a abrir el cajón.
Hubo un cierto revuelo y
movimiento de temor entre los alumnos, sobre todo en algunas de las niñas; Mari
Luz, sorprendentemente, se subió en su pupitre y se puso a chillar como una
loca.
Pero don Teófanes parecía no darse
cuenta, tiró del cajón y lo abrió con suavidad, casi con dulzura.
Una bandada de mariposas de bellísimos y diferentes colores salieron de
estampía y comenzaron a revolotear por el aula.—Miradlas, miradlas —dijo el
maestro—, en sus alas llevan todos los colores del arco iris.
Y abrió de par en par las ventanas, por donde escaparon las mariposas con su
vuelo inconstante, casi atolondrado, pero encantador.
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